La ciudad de Salta exhibe, con lamentable frecuencia, una postal que debería avergonzarnos como sociedad: la proliferación de microbasurales en cada rincón de su geografía urbana.
Ríos, banquinas, plazas, esquinas y hasta canales pluviales se han convertido en receptáculos de aquello que los vecinos deciden descartar de manera indebida. Lo que debería ser un ámbito para el encuentro, el esparcimiento y el desarrollo de la vida comunitaria, hoy carga con el estigma de los residuos que nadie quiere ver, pero que todos contribuimos a generar.
El reciente operativo de limpieza del canal Tinkunaku, en la zona este de la ciudad, vuelve a poner el tema sobre la mesa. Allí, la Municipalidad debió retirar neumáticos en desuso, electrodomésticos, restos de poda, plásticos y hasta basura orgánica acumulada, en un trabajo que incluyó desmalezado y retiro de sedimentos para evitar obstrucciones ante las lluvias estivales. Es apenas un ejemplo visible de un problema estructural: los canales pluviales —arterias vitales para prevenir inundaciones— son tratados como basureros improvisados.
Esta práctica tiene consecuencias que van más allá de lo estético. La acumulación de residuos en espacios públicos favorece la proliferación de vectores de enfermedades, degrada el medio ambiente, provoca obstrucciones peligrosas en los sistemas de drenaje y, sobre todo, atenta contra el desarrollo armónico de la vida social.
Una ciudad que normaliza el descarte de basura en lugares prohibidos es una ciudad que resigna calidad de vida.
¿Es un problema insoluble? De ninguna manera. Existen ejemplos en otras latitudes que muestran que se puede revertir esta cultura del descarte irresponsable. Ciudades como Curitiba, en Brasil, o Medellín, en Colombia, lograron reducir significativamente los microbasurales con políticas integrales que combinaron campañas de concientización sostenidas, sanciones efectivas y, sobre todo, la creación de puntos estratégicos para la disposición de residuos voluminosos y reciclables. Allí, la cercanía de los centros de disposición se convirtió en una herramienta clave para desalentar el abandono en la vía pública.
En Salta, la solución no puede depender únicamente de los operativos de limpieza municipal, que siempre llegan tarde y con un alto costo económico. Se impone un cambio cultural, que deberá ser impulsado desde el Estado con campañas educativas permanentes y sanciones ejemplares para quienes contaminen. Pero, a la par, resulta indispensable habilitar espacios adecuados para que los vecinos puedan desprenderse de residuos que no entran en la recolección domiciliaria. Centros de disposición ubicados estratégicamente —uno en el norte, otro en el sur y otro en el este u oeste de la ciudad— permitirían que quienes no puedan costear un servicio de contenedor privado tengan alternativas legales y accesibles.
La limpieza de Salta no será posible mientras no entendamos que cada neumático arrojado en un canal, cada electrodoméstico abandonado en una esquina, cada bolsa que termina en una plaza, no es “problema de otro”: es el problema de todos. Devolverle a la ciudad su armonía y belleza es una tarea colectiva que comienza por la responsabilidad individual, pero que necesita de políticas públicas firmes y sostenibles.
